Por José Luis Estela S. Somos testigos de la noticia en la que el protagonista principal es el joven sacerdote diocesano Alberto Cuité, o, el “Padre Alberto”, como usualmente se le conoce, o, con el que llegó a hacerse popular. Sabemos además que el centro de la noticia es la imagen captada -por TVNotas- en la que a él se le fotografió junto a una mujer en un reconocido balneario playero al sur de Miami Beach, fotografía en la que se proyecta a ambos disfrutando de este pleno descanso playero mientras recostados se besan y acarician.
En medio de caricias, manoseos, besuqueos y demás gestos enamoradizos que aún no son publicados, surge un punto clave que escandaliza a unos pero que encandila a otros. En un lado de la orilla, se hace presente la calificación de actitud escandalosa que algunos prelados o sacerdotes católicos han expuesto de manera cruda, y, cerca a ellos, en el otro extremo, asoman los que imploran compasión, los que siempre parecen ser los más comprensibles, los feligreses católicos que profesan su fe romana implorando perdón por la no-amnistía del celibato ni de la castidad.
Es digno subrayar que el todavía padre Alberto Cuité con coraje y mucha valentía aparezca a través de las pantallas -una peculiaridad protagónica de él- para pedir perdón por el extremo daño que su infidelidad sacerdotal haya causado “ante Dios y ante toda su comunidad”. En primer lugar, pide perdón a Dios por haber faltado fundamentalmente contra este primer voto que él de manera libre y sin coacción ni interferencia alguna aceptó, el de ser casto. ¿Castidad?, ¿a qué refiero? Aclarar antes que la castidad no debe entenderse, creo yo, como la castración o la negación de aquellos afectos que el amor humano manifiesta de diversas formas. La castidad es la elevación del amor. La castidad se conduce por el camino de la fidelidad a ese primer gran amor con el que una persona logra encontrarse, después de una larga búsqueda, por el que promete darse entero, nunca a medias tintas, dándose sólo por amor, solo porque ese primer buen amor que ha encontrado es el que ahora abarca el todo de su vida. La castidad no refiere a ningún tipo de castración ni violencia ni esclavitud ni cárcel de la afectividad humana, definirla así será caer en una visión demasiado simplista, muy básica y de visión primaria. Creo más bien que ser casto se adhiere con el hecho de estar enamorado de un bien mayor al que usualmente se le llama amor, ese amor que actualmente en esta sociedad aún cuesta definir. Ser casto es la aceptación libre de un amor gratuito que se da sin que uno exija serlo. Por tanto, si Alberto Cutié hoy pide perdón es porque siente con “dolor y tristeza” que faltó a ese primer buen amor que encontró en ese Dios en quien él sí cree. Él no fue fiel a su primer amor, por eso pide perdón. Se enamoró de otro amor, pero esta vez de un amor femenino, el cual, obviamente, para nada es una falta que deba impugnarse. El detalle más bien es que él quiso consagrarse fiel a dos amores, lo cual es también obviamente imposible cumplir, porque cualquier ser humano, por más cura o laico o ateo que sea, es una doble vida censurable.
Además, otra petición de perdón que Alberto Cuité demanda es a todos sus fieles seguidores -feligreses, espectadores y oyentes-. Es una actitud digna la de pedir perdón a aquellas personas que en incontables oportunidades creyeron en su palabra, en su verbo, en su sonrisa, en su misericordia, en su aliento, en lo que él a diario construía desde un medio televiso o a través de su labor sacramental como sacerdote católico. Gracias a Dios, los feligreses al brindarle su apoyo entienden que no por el hecho de haberse enamorado de una mujer es que él haya dejado de ser un buen cristiano apostólico romano. No por el hecho de haber confrontado el amor a una mujer luego de un largo duro proceso interior, él haya dejado de ser un cristiano que sigue creyendo en ese Dios que para él como para muchos católicos es un Dios que es padre que tolera, madre que comprende, hermano que alienta, compañero que acompaña, amigo que encara pero que no condiciona, nunca, ni la libertad ni la conciencia, sino que solo desea iluminarlas para que uno decida cuál es el mayor bien por el que se desea optar. Si Alberto Cuité desea, parece ser, después de reconocer su falta, continuar la relación con aquella agraciada mujer, bien por él, pero ahora que lo haga asumiendo un nuevo hermoso compromiso, el de ser fiel a este nuevo amor que ha encontrado dándose entero pero sin menoscabos ni exclusivismos sino dando un amor de dos que incluye sanamente a otros.
Si es que él ya no desea mantener el celibato porque ha discernido en su interior de que “no es bueno de que el hombre este solo”, bien por él. Sea bienvenido el no-celibato en él, pero será insensato suponer que a partir de este caso particular -bien discernido, por supuesto- se obligue una ley universal en la que se imponga se elimine el celibato sacerdotal o religioso, porque parece ser que esta opción es una imposición eclesial que conduce hacia una vida malsana, inhumana, salvaje, “monstruosa y causa de perversiones sexuales que daña la afectividad humana” (así la definió el periodista Jaime Bayly en su programa de Miami). De hecho, el celibato es una decisión radical, poco entendida, traída a menos, para nada aceptada por la mayoría, sin embargo, aún son incontables los rostros concretos que manifiestan que sí existe todavía -gracias a ese soplo de vida misteriosa- personas contraculturales que radicalmente -por amor- se dan enteros solo para dar más amor, y esto es lo que, creo yo, aún a nuestra sociedad le cuesta asimilar allí en donde irrumpe ese corazón anticlerical que se revela sin sana razón porque cree que el celibato es una convención -o invención- obsoleta y pervertida.
Si es cierto que Alberto Cuité por fallar libremente contra su voto de fidelidad quiere ahora también de manera libre discernir la posibilidad de no ser célibe, entonces, por tal razón, sin repudio de por medio, es digno que nos aunamos en una sola voz con sus fieles seguidores teleespectadores de EWTN y Radio Paz así como a sus más cercanos parroquianos de San Francisco de Sales (Miami), diciéndole: “Te perdono, te respeto”.
Por tal razón, es injustificable aceptar tanto calificaciones o adjetivos eclesiales intolerantes como arbitrarias propuestas periodistas que satanizan o que perjudican o descalifican esa bondad a priori que sin lugar a dudas este joven sacerdote expandió, más allá de su pecado consciente, porque quien no haya cometido un pecado consciente alguna vez en su vida que por favor se atreva ahora mismo a lanzarle la primera piedra.
Ahora, amigo lector, es su turno, defina, por favor, ¿Alberto Cuité, es un cura sin afectos?
Decirles que como creyente que soy, como cristiano que confiesa la religión católica, aprecio muchísimo el buen espíritu de la alegría cristiana por lo mismo acepto a ciegas aquella humana tolerancia de aquel hombre llamado Jesús que en palabra de fe los evangelistas anunciaron, como, por ejemplo, Juan, quien, a mi entender, es el evangelista jesuánico más inductivo de todos. Es digno resalte el buen espíritu de esta religión jesuánica cuando dentro y fuera de ella son sus mismos seguidores -o miembros- los que por medio de obras predican un reino de amor que se manifiesta gracias a una palabra que levanta o por una vida que de manera gratuita consigue abrigo al desposeído o por una mirada que regala un gesto de perdón ante una evidente insensata intromisión que una actitud humana causa. Y esto es, por supuesto, lo que este joven cura quiso expandir en aquel reino televiso, el cual quizá en algún momento puede ser que lo endulzó tanto que le hizo perder su norte, pero que gracias a ese buen entusiasmo juvenil de su perseverancia, el de seguir adelante, jamás esta forma de predicar que él tuvo perderá su real valor. Por tal razón, es por el mensaje-en-obra que el pecador transmite por el que se debe empezar a re-crear una vez esta religión jesuánica mas no fiarse nunca por las pequeñas o escandalosas torpezas que infantilmente pudiera el pecador cometer.
Quién no en innumerables oportunidades se ha atrevido a pedir perdón por alguna acción -o palabra- que causó daño a un otro -u otra- porque fue receptor de un acto insensato quizá reprobable. No es fácil pedir perdón, pero cuando se decide llevarlo a cabo esa acción compasiva que se transforma en palabra sublime dignifica de manera portentosa la mirada del ser humano. Es digna aquella acción que expresa compasión cuando algún representante honorífico de alguna comunidad religiosa públicamente pide perdón por ciertas acciones censurables que en su debido momento pudierán cometer sus fieles o creyentes o miembros, quienes son, al fin y al cabo, hijos o hermanos suyos.

