A puertas de haber celebrado los días centrales de la semana santa, sumergido dentro de este fervor religioso, me surgen innumerables preguntas. Todas ellas a raíz de dos hechos nucleares ocurridos esta semana, una en Lima, y la otra en Chiclayo (mi tierra natal). A nivel nacional, desde Lima, se nos da la grata noticia del punto final a la no impunidad del intolerante y siempre escurridizo gobierno autoritario, como lo fue el Gobierno del Sr. Alberto Fujimori. Nunca debe triunfar, ni deberíamos permitirlo, el poder prepotente que encubierto entre sediciosas excusas cree que fácilmente puede burlar aquel sistema que hasta ahora por lo menos siempre nos ha entregado cierta estabilidad gubernamental, el de la democracia. Felizmente, hace unos días, se fundó en la memoria y la conciencia peruana un hecho histórico trascendental: 25 años que son precisos, justos y necesarios para expiar culpas por hechos que, fueran conscientes o no, arrancaron escenas desastrosas, muertes dolorosas y tristes pérdidas. Todas ellas, inexcusablemente, repetibles. Mientras todo esto ocurría en Lima, en Chiclayo, en el norte del Perú, el Centro Loyola (centro de formación espiritual laical creada por jesuitas) tuvo la visita de la Sra. Susana Villarán, una mujer sensata que por su buen ímpetu socialista a los chiclayanos nos recuerda el fructífero gobierno regional del Sr. Yehude Simón.
Nombres como Fujimori, Susana Villarán, Yehude, y otros que irrumpen entre ellos, nos invita a preguntarnos, por ejemplo, ¿cómo seguir re-creando la conciencia cívica regional?, ¿sirve de algo realmente la política nacional?, ¿somos o podemos los ciudadanos de “a pie” forjar un Perú distinto, con una moral distinta, con una ética nacional viva distinta a la que hemos heredado de las arcas del sistema de "inteligencia" fujimorista?, ¿En Chiclayo, u otra provincia peruana, acaso no se necesita formar líderes con conciencia y ciencia política? Si la fe es lo último que se pierde, entonces cómo ciertas instituciones tanto educativas como no-gubernamentales pueden aportar algo en este sentido. Si de lo sensato una pizca se hace, o se educa, es posible formar conciencia y ciencia política, como lo son con toda seguridad algunas personas o instituciones públicas de coherente e integridad moral política que dirigen hoy en día algunas de las más prestigiosas universidades privadas, como la PUCP, la UARM o la USAT.
Pero, además, ¿qué le falta a Lima y a las provincias para que este flagelo no-cívico deje de radicar en aquellas conciencias que desean de verdad ser políticamente bien intencionadas?, ¿acaso la opción final tiende a ser sólo particular, de un yo, de sólo para mí mismo?, ¿no debemos acaso buscar consolidar ese bien común que de a pocos en el Perú se hace cada vez menos colectivo pero mucho más sectario?, ¿acaso prima más la postura partidaria antes de dar prioridad a ese propósito fundamental que la conciencia cívica sabe de sobra, es decir formarse como una conciencia cívicamente libre? Contemplando aquel dinámico principio jesuítico, el de el camino hacia el magis más universal, me pregunto, ¿qué es más importante?, ¿que prime solo la politiquería mal intencionada o que reine como suprema preferencia aquel amor político que conduce hacia el bien siempre mancomunado?
El Perú necesita expandir su buen espíritu cívico que por distintas razones socioculturales se encuentra adormilado. Desde dentro de esta tierra norteña hemos de emprender el bien común regional.

