Por: José Luis Estela S.
En Chiclayo, hace más de una semana (por fin) se estrenó la película peruana La Teta Asustada. Se sabe, hasta el cansancio, que esta producción cinematográfica permitió que su directora Claudia Llosa, la actriz Magaly Solier y el mismo film recibieran en el extranjero meritorios reconocimientos internacionales como fue, por ejemplo, la obtención del Oso de Oro en el festival del cine de Berlín.
Traer a acotación ciertas escenas andinas alienadas de la película, sinceramente, no es para burlarse ni mucho menos para bufarse, en cambio, sí para confirmar o afirmarlas. En cada una de estas escenas se nos muestra cómo la manipulación social, la aniquilación pluricultural, la dominación política y la opresión de la persona se adhieren supuestamente al entorno social de nuestro país, al del Perú. No han pasado aún muchos años en los que vivir en medio del terror senderista era un martirio, en los que el miedo o el susto de la explosión de un cochebomba era el pan de cada día. Este era el pan nuestro. Los largos años de violencia sangrienta, las incontrolables lágrimas de dolor por el abatimiento de un nunca acabar o la insuperable desolación sin esperanza eran algunos de los males que cada día se hacían más endémicos, como si pareciera que vinieron para quedarse en tierra peruana y de manera mucho más enfermiza en aquellas hermosas tierras serranas como las de Ayacucho, Huamanga (tierra de los muertos), o como las del Alto Huallaga en donde los primigenios indicios de una alianza entre el terrorismo y el narcotráfico hoy nos cobran factura de altísimo precio en el VRAE.
Este era el panorama del Perú durante los años 1980 y 2000, violencia armada interna que no deseamos regresar. Pero, ¿cuál es el legado después de 20 años de terror generalizado?, no cabe duda, hemos heredado un cierto sinsabor o una especie de herida social que no termina ni de curar ni de cicatrizar. Si bien, a pesar de la crisis mundial, observamos un Perú económicamente fructífero con rebrotes de exportación inimaginables, lo cual esperemos continúe por el bien nuestro, sin embargo, lo que seguimos percibiendo es una amplia brecha que aún hiere y que continúa cercenando o dividiendo cada día mucho más a todos los peruanos. Es ahí donde la figura de la joven Fausta (personificado por Magaly Solier) irrumpe como un símbolo índigena que nos recuerda lo que el Perú es hoy, un país que se empeña en dividirse a través de dos mundos irreconciliables, aparentando, por un lado, ser un país "desarrollado", con ciertos rasgos de pseudoaristocracia dominante, y otro subdesarrollado, con señas serranas lastimeras, como las que vemos en las afueras o las periferias por donde se afinca el olvido de la promesa política, por donde no llega (¿llegará?) el asfalto, por donde se rehúsa a brotar una gota de agua o un haz de luz que calme la sed o termine con la oscuridad. Por un lado se ha creado un mundo lejano que se encarna como una especie de cultura intolerante que dice llamarse así misma cultura letrada (sino cómo explicar ese injustificable acto de racismo contra la congresista quechuahablante Hilaria Supa) y por el otro uno que se nos hace muy familiar pero rayano a la extrema pobreza, aquella pobreza doliente que se hace miseria que indigna.
La Teta Asustada es un film que recrea un tema si bien inicialmente polémico es, además, en sumo una aproximación a un tema que es delicado pero que reina en la realidad peruana: aniquiliación cultural. Es indudable. Fausta nos muestra el rostro de la represión que nació con el terrorismo aquel que estuvo presente en el pueblo peruano durante una larga época muy dura. Ella es la hija que heredó el miedo por la leche materna que amamantó de la teta asustada. Ella nos recuerda ese rostro oprimido de nuestro país que hasta hoy sigue siendo insuficientemente atendido. Fausta encarna aquella situación opresora, dolorosa y enfermiza que el terrorismo transmitió a aquella población andina que le tocó vivir dentro de ese terrible marco de prolongada guerra interna.
Sin embargo, un detalle particular que podemos subrayar en la película, como colofón universal, es la creación (re-gestación) de una conciencia cívica nacional mucho más comprometida por el respeto a los derechos humanos como elemento imprescindible para el "desarrollo" (como humanización) de nuestra nación. Queda claro que la exclusión, el racismo y la división de clases siempre promueven un mundo social basado únicamente en comparaciones ociosas, violentas y bizantinas entre lo que es una sociedad progresista o "desarrollada" y una sociedad que radica en los cerros, en las periferias de la ciudad, donde asumimos siempre ver personas disminuidas, atrasadas e indígenas. Y esto no es lo que deseamos ser como peruanos. Tal cual como Fausta, nosotros también podemos sanar de manera prolija, no sólo con dinero sino con más empatía social (más cercanía al otro en su diferencia), ese dolor paralizante que lamentablemente hemos heredado, convirtiéndolo en fruto -como la flor de papa de Fausta- que alimenta, re-enciende y re-crea esperanzas mucho más perennes, perseverantes, duraderas, inclusivas y pacíficas, esperanzas más lejanas de lo egocéntrico, lo insensible, lo inhumano, lo intolerante, la manipulación, la dominación o lo injusto que sólo alimenta con desunión, represión e indiferencia.

